domingo, 25 de marzo de 2012

1. Bianca

Ella no es una mujer promedio. Hace las cosas siempre a su manera de la misma forma en la que ama. Gasta horas leyendo los autores que más la hacen despegar, siempre que puede admira la luna como si se tratara de una estrella fugaz que le concede sus deseos, se llena de tedio cuando debe hacer algunas tareas hogareñas, en las tardes libres se acuesta en el sofá, escucha música sinfónica y comienza a soñar despierta, con tanta fuerza que siente como si alucinara; ama a sus animales y a su novio como si el mundo se fuera acabar al siguiente día. Sin embargo, restringe los sentimientos que tímidos y prevenidos afloran en lo más profundo de su pecho. Ella jamás fue desmedida.

El hombre que ama siempre vuelve a casa a las 2:30 como todo hijo prodigo. No espera a que él cierre la puerta para abrazarlo y recordarle con susurros tenues lo mucho que le hizo falta en su día. Pero mierda, hoy la mirada de su amado esta hundida y dispersa; ella de inmediato asume que algo anda mal.

Era una tarde plomiza y grisácea, él intentó calmarla pero le fue inútil. Preparó un poco de chocolate y se sentaron en el sofá de ese apartamento que encerraba su vida juntos a conversar acerca de temas inconclusos y mortales.
Un par de horas después las consecuencias eran inevitables. Bianca lloraba como si hubiera perdido una parte de si misma, su amante partiría a una guerra que no era de los dos, pero que les arrebataría todo por lo que lucharon. Todo era incierto, en el fondo ella sabía que su amado jamás volvería. Él empacó lo estrictamente necesario, pero dejó su corazón con ella. Partió una tarde en un tren y la dejó atrás, con sus sueños oxidados, con su adiós entrecortado.

Los segundos pasaban como años, los meses volaban y ella siempre clavaba la mirada hacia la puerta. Mierda, son las 2:30. El teléfono muerto, el correo muerto, su alma muerta, su corazón muerto. Sólo lloraba abrazada la almohada, suplicándole a su Dios incorpóreo que trajera su esposo de vuelta a sus brazos... pero el tiempo la mataba lentamente; no tardó en comprender que su soldado ya no estaba en este mundo.

Las 2:30, la tarde plomiza, el cielo nublado, las lágrimas de sangre. Dos cortes profundos en sus brazos dejaron drenar todo el dolor de su ausencia. Y allí, sobre aquel sofá en donde juntos se amaron, cerró lo ojos por siempre y pensó:

"Pronto nos volveremos a ver. Estaré junto a ti nuevamente, cuando caiga el sol".

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